por Noemí Carrizo
El prestigioso productor de Hollywood se mostraba abatido: después de varios castings, no lograba encontrar a la persona adecuada para su película. En eso entró un mensajero, dejó una misiva y partió rápidamente. El productor le rogó a su asistente que corriera tras él y se lo trajera de inmediato. "Es justo el hombre que buscaba. Sólo su sonrisa vale un millón de dólares".
El mensajero no podía creer que lo estaban eligiendo. Hacía un par de años había llegado a California desde New Jersey, persiguiendo su sueño de transformarse en intérprete. Sólo había logrado pequeños papeles en películas de segunda categoría, con sueldos magros, que apenas le alcanzaban para pagar sus clases de actuación. Su empleo de entonces lo había tomado sólo para recorrer los estudios cinematográficos. Le costó un rato aceptar que no le estaban gastando una broma, hasta que llegó el momento de fijar el salario. El productor le ofreció, por dos semanas de trabajo, 11.000 dólares que al joven le parecieron justos, aunque se animó a subirlo a 11.500, ya que estaba divorciado y tenía una hija pequeña que mantener. El productor, conmovido, cerró por 12.500 dólares. El entusiasta novato le respondió que jamás olvidaría ese gesto.
Con el tiempo, el actor se transformó en uno de los héroes dorados de Hollywood, doce veces nominado para el Oscar (premio que ganó en tres oportunidades), acreedor del salario más alto de la historia fílmica, poseedor de una de las colecciones privadas de arte más valiosas del mundo (tiene un Picasso colgado en uno de sus baños) y con un patrimonio que se estima en más de 1.200 millones de dólares.
Cuando su descubridor cayó en desgracia, el agradecido artista fue a retirar uno de sus galardones, lo rodeó por los hombros y fue aclarando mesa por mesa: "Este no sólo es el mejor productor del mundo, además, es mi amigo". Este reconocimiento elevó la reputación del visionario ejecutivo, al que se le volvieron a confiar importantes proyectos. En otra ocasión, sufrió un derrame que lo llevó a la sala de cuidados intensivos de un hospital. El famoso de la sonrisa del millón de dólares llegó para alentarlo. Dos enfermeras y un agente de seguridad salieron al paso y le exigieron que se retirara de inmediato. Lo hizo, pero regresó a los veinte minutos con veinte pizzas que compartió con el grupo de enfermeras y el personal de seguridad, en presencia de su amigo, a quien le decía: "Te pondrás bien". Y así sucedió. La tercera vez en que hizo alarde de su buena memoria fue cuando el productor, una vez recuperada sus finanzas, decidió volver a comprar la mansión que había vendido en tiempos difíciles. El nuevo propietario era un francés que no estaba dispuesto a venderla bajo ningún precio. Vivía en Montecarlo, lugar donde se trasladó el memorioso intérprete para rogarle que accediera a desprenderse de la casa. Viendo su resistencia, el dueño de la sonrisa del millón de dólares se puso de rodillas como ante un dios. Consiguió que el potentado francés dijera que sí, tal vez porque al otro día pudo contarle a sus amistades: "¿A que no adivinan quién estuvo de rodillas ante mí durante diez minutos?".
El productor se llama Robert Evans y el actor, Jack Nicholson. Sus allegados afirman que su mayor fortuna reside en su palabra.
Nuestros abuelos, también nuestros padres y aún varios de los contemporáneos seguimos dando a la palabra pronunciada con convicción un sentido tan importante como un documento firmado ante escribano público. Y hasta no hace mucho, un apretón de manos sellaba el compromiso como broche de oro o llave sin copias posibles. Montaigne aseguraba que la palabra era mitad de quien la pronuncia y mitad de quien la escucha, lo que se traduce en permitirse la sincera expresión oral, por un lado, y escuchar la intención del que promete, por el otro.
Aún hoy, una de las más altas traiciones es faltar a la palabra empeñada.
Uno dice "te doy mi palabra", y los quilates de esta expresión son más altos que los de un juramento. Es el lenguaje, precisamente, lo que nos hace diferentes del resto de los seres que habitan el planeta.
Y la palabra es verdadera, según una visión indígena azteca, cuando hay plena correspondencia entre lo que se pronuncia y lo que se realiza. Estamos hablando de lealtad, de transformarnos en seres confiables e íntegros, capaces de despertar credibilidad a partir de actos que son la continuidad exacta del discurso personal.
En nuestras raíces quechuas está el desprecio a la mentira, llulla, y el rechazo al embustero, batum llulla. Un antropólogo recogió esta frase de un nativo: "La palabra salió una vez de mi boca y he dado el sí. No la he quebrado."
Profesora en Letras, periodista y escritora.
carrizonoemi04@yahoo.com.ar
...a que tengas una palabra -bienintencionada y luego confiable-
en la que puedan apoyarse seres queridos y gentes.)
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